
Cae la tarde
y las cebras continúan estáticas sobre tres de sus patas,
como víctimas de algún hechizo misterioso que no se cuál es.
Los rayos del sol tiñen sus lomos de jirones negros.
Me pregunto si cabe la posibilidad de que éstos congelen su motricidad
dotándolas a cambio de un extraordinario equilibrio estático.
Tras observar a las cebras
me convenzo de que los matojos también tienen su gracia.